Güemes, el primer líder del subsuelo de la Patria

(De Carlos Altavista para 90 líneas).- El General salteño criado en el seno de una familia aristocrática tuvo que librar dos guerras al mismo tiempo. Una contra el enemigo externo, el invasor español. La otra, contra el enemigo interno, la oligarquía porteña que articulaba con las oligarquías provinciales. La primera la ganó. La segunda la perdió. Admirado por San Martín y Belgrano, amado por el pueblo y odiado por la élite feudal, a principios del siglo XIX hizo una reforma agraria y gobernó el norte para el pobrerío gaucho y aborigen. No se lo perdonaron y, hace 201 años, lo asesinaron.

La historia del General Martín Miguel de Güemes es la muestra más cabal de que el ombliguismo, el cipayismo y la ceguera porteñas nacieron en 1810, no menguaron un ápice durante el proceso independentista -al punto de ponerlo en peligro- y se consolidaron a partir de la definitiva capitulación española, condenando de por vida al federalismo y sumiendo en la pobreza a la inmensa mayoría de la población.

Reducir la enorme figura del general salteño a la de un hombre que impidió el avance español por el norte es un mal relato de la historia oficial.

El 17 de junio de 1821, Güemes murió tras diez días de agonía luego de ser cobardemente baleado por la espalda por hombres que respondían al coronel salteño José María Valdés, quien servía al ejército español y contaba con el apoyo de la oligarquía terrateniente de Salta. Tenía 36 años.

Buenos Aires, cuyas órdenes (casi) siempre desobedeció porque el único jefe que reconocía era el General José de San Martín, festejó. ¿Por qué? Porque el hombre nacido en el seno de una familia acomodada había hecho carne la causa del pobrerío, a tal punto que durante su gestión como gobernador -el primero en ser elegido por una masiva asamblea popular, a contramano de lo dictado por el gobierno porteño- llevó a cabo una reforma agraria consistente en repartir entre los gauchos e indígenas las tierras confiscadas a los españoles y a los malos americanos (como se llamaba a los nacidos aquí que se oponían o simplemente no se sumaban a la revolución independentista), a la vez que liberó de pagar arriendos a aquellos que se incorporaban activamente a la guerrilla patriota.
Martín Miguel de Güemes jamás disimuló su aversión por las clases dominantes, donde a causa de su origen aristócrata lo consideraban un traidor.

En 1815 dejó en claro lo que pensaba de los poderosos. “Neutrales y egoístas: vosotros sois mucho más criminales que los enemigos declarados, como verdugos dispuestos a servir al vencedor de esta lid. Sois unos fiscales encapados y unos zorros pérfidos en quienes se ve extinguida la caridad, la religión, el honor y la luz de la justicia”, fueron las palabras que les dedicó.

Al frente de Los Infernales, su ejército de gauchos y aborígenes así llamado no tanto por sus ponchos rojos sino porque fueron un real infierno para las tropas españolas que venían de derrotar nada menos que al ejército de Napoleón, Güemes ideó la guerra de guerrillas, popularmente inmortalizada como guerra gaucha o montoneras.
“El ejército infernal se componía íntegramente por voluntarios que veían en Güemes a quien los liberaría del yugo español y de la servidumbre a los terratenientes. Estaban desde los ‘changuitos’ que apenas podían montar hasta los viejos baquianos, desde las mujeres que formaban una eficiente red de espionaje hasta los curas que usaban los campanarios como torretas de vigías” (El Historiador)

Sus soldados le prodigaban una lealtad absoluta, pues desde un comienzo vieron en él a quien los podía liberar de dos tiranías: la de los españoles y la de los terratenientes. Estos, de hecho, no soportaban ver a quienes debían ser sus sumisos peones de campo convertidos en feroces guerreros, al tiempo que muchos, además, quedaban exentos por orden del General de sus arriendos o, peor aún, contaban con una parcela de tierra propia.

La guerra de guerrillas de Güemes, contó el historiador Felipe Pigna, cobró “fama mundial” y fue objeto de estudio “en academias militares tan lejanas como la de (la ex) Yugoslavia. La Biblioteca del Oficial del Círculo Militar argentino publicó un curioso libro titulado La guerrilla en la guerra, cuyo autor es el mayor Borivoje S. Radulovic del ejército yugoslavo. En uno de sus párrafos dice: ‘las montoneras hicieron una guerra sin cuartel que ha pasado a la historia como guerra gaucha. Cada uno de los miembros serviría de modelo para fundir en bronce la estatua del soldado irregular, del guerrillero’”.

Y así lo sufrían los españoles: “su plan (por el de Güemes ) es de no dar ni recibir batalla decisiva en parte alguna (la batalla tradicional, ejército frente a ejército en un determinado campo), pero sí de hostilizarnos en nuestras posiciones y movimientos”.

Estos interminables bosques son inundados con partidas de gauchos, apoyadas todas ellas con 300 fusileros que, al abrigo de la continuada e impenetrable espesura, y a beneficio de ser muy prácticos y de estar bien montados, se atreven con frecuencia a llegar hasta los arrabales de Salta y tirotear nuestros cuerpos por respetables que sean; a arrebatar de improviso a cualquier individuo que tiene la imprudencia de alejarse una cuadra de la plaza o del campamento, y burlan, ocultos en la mañana, las salidas nuestras. Ponen en peligro mi comunicación con Salta a pesar de dos partidas que tengo apostadas en el intermedio. En una palabra, experimento que nos hacen casi con impunidad una guerra lenta pero fatigosa y perjudicial”, le escribió el jefe militar de los realistas, general Joaquín de la Pezuela, al virrey del Perú.

Los Infernales frenaron en el norte siete invasiones realistas usando la táctica de la guerra de guerrillas, atacando sorpresivamente y dispersándose en el monte, valiéndose del conocimiento al dedillo que tenían de esa geografía hostil para el invasor.

San Martín admiraba a Güemes. Cuando lo visitó tras ser nombrado por Buenos Aires para reemplazar a Belgrano -misión que el Gran Jefe prácticamente descubrió al llegar al norte-, comprobó que los españoles no respetaban ni a mujeres ni a niños y que apelaban a la depredación y el asesinato en masa, por lo que, indignado, aprobó con creces lo hecho por el general salteño y apoyó decididamente su estrategia guerrillera.

El caudillo federal era un gran amigo de Belgrano. En rigor, si se pudiese acotar la gesta independentista a nombres propios, habría que hablar de San Martín, Belgrano y Güemes por tierra, y del almirante Guillermo Brown y “su Güemes”, el corsario Hipólito Bouchard, por mar.

“Hace Usted muy bien en reírse de los doctores, sus vocinglerías se las lleva el viento -escribió el general salteño a Belgrano-. Mis afanes y desvelos no tienen más objeto que el bien general, y en esta inteligencia no hago caso de todos esos malvados que tratan de dividirnos. Así pues, trabajemos con empeño y tesón, que si las generaciones presentes nos son ingratas, las futuras venerarán nuestra memoria, que es la recompensa que deben esperar los patriotas”.

Lamentablemente, las generaciones futuras, educadas al son de la historia oficial contada por los porteños y unitarios, no conocieron al verdadero Güemes, ni al auténtico San Martín ni al Belgrano real.

«El pueblo salteño que seguía incondicionalmente a Güemes era un pueblo en armas. Machetes, lanzas, azadas, boleadoras y unos pocos fusiles y carabinas eran el armamento de ese pueblo que aprendía junto a su jefe que estaban solos para enfrentar al ejército que acababa de vencer a Napoleón” (El Historiador)

El General salteño tuvo que librar dos guerras al mismo tiempo. Una contra el enemigo externo, el invasor español. La otra, contra el enemigo interno, la oligarquía porteña que articulaba con las oligarquías provinciales. La primera la ganó. La segunda la perdió.

Las motivaciones de Güemes eran esencialmente ideológicas. Lo movía su patriótica inquina con las clases feudales (…) Él puso en evidencia que la guerra independentista contra España era también la guerra contra Buenos Aires. Más aún, era la guerra contra la explotación feudal del pueblo bajo conformado por gauchos, afrodescendientes e indígenas, condenados a la servitud esclavizante”, ilustró el escritor e historiador Pacho O’Donnell.

Contra el invasor inglés

Martín Miguel Juan de la Mata de Güemes Montero Goyechea y la Corte (8 de febrero de 1785, ciudad de Salta – 17 de junio de 1821, Cañada de la Horqueta, provincia de Salta) se enroló a los 14 años en el Regimiento Fijo de Infantería, cuyo cuartel central estaba en Buenos Aires (aunque tenía un destacamento en el norte).

En 1805 fue enviado con su regimiento a Buenos Aires, pues el Virrey del Río de la Plata, Rafael de Sobremonte, temía un ataque inglés, que de hecho se produjo al año siguiente. Güemes combatió en las invasiones inglesas, participando de la reconquista de una Buenos Aires que luego le daría la espalda y festejaría el balazo que lo mató por la espalda.

En 1807 protagonizó una verdadera hazaña. Al ver que un barco inglés había encallado por una bajante repentina del río, dirigió una carga de caballería y lo abordó. Fue una de las muy pocas veces en la historia que un buque de guerra fue capturado por una partida de caballería.

En 1808 volvió a su provincia. Trece años después, luego de su asesinato, el pueblo humilde de Salta concurrió masivamente a su entierro. Y un mes después, el 22 de julio, los gauchos infernales, ahora bajo el mando del coronel José Antonio Fernández Cornejo, derrotaron al salteño traidor José María Valdés y expulsaron para siempre a los españoles. Pero quienes apoyaron a Valdés, los terratenientes de Salta, con el tiempo volvieron a poner en manos de gauchos y aborígenes picas y palas en vez de armas. Y sobre sus espaldas, todo el peso del trabajo forzoso de sol a sol.

O’Donnell contó que “la Gazeta de Buenos Aires, en tiempos de Rivadavia, fue sincera en su odio. Escribió: ‘murió el abominable Güemes al huir de la sorpresa que le hicieron los enemigos con el favor de los comandantes Zerda, Zabala y Benítez, quienes se pasaron al enemigo. Ya tenemos un cacique menos”.

En Salta, el patriota y líder del subsuelo de la naciente Patria recién tuvo su monumento en 1931, es decir, 110 años después de ser asesinado. El odio de clase, en cambio, llega hasta nuestros días.