Fue uno de los realizadores más importantes de nuestro país. Con una vasta trayectoria en la que trabajó con los artistas más destacados se lo considera el padre de la ‘nouvelle vague’ local.
“Mi padre había decidido en un modo terminante que mi carrera tenía que ser la cinematografía; y yo lo acepté, pensando que iba a ser una técnica, de pronto descubrí que el cine podría llegar a ser vehículo para mi imaginación”, reveló en una entrevista el hombre que se inició como asistente de dirección y en 1947 presentó El muro, su primer cortometraje que estaba basado en un cuento de su autoría.
Dos años más tarde, codirigió junto a su padre su primera película, El crimen de Oribe, inspirada en El perjurio de la nieve, de Adolfo Bioy Casares. En 1954 presentó Días de odio, una adaptación del cuento Emma Zunz de Jorge Luis Borges y en 1955 fue reconocido como Mejor Realizador del Año por el Instituto de Cine de la Argentina por Graciela, una película basada en Nada, de Carmen Laforet.
Junto a la escritora, novelista y guionista Beatriz Guido formó una dupla imbatible dentro y fuera del set. Se conocieron en la casa de Ernesto Sábato y estuvieron juntos 27 años, en los que trabajaron juntos en La casa del ángel (1956), La caída (1959), Fin de fiesta (1960) y La mano en la trampa (1961), entre otras. Y la mirada de Guido hizo que los personajes femeninos tomaran mayor relevancia en cada historia, algo completamente innovador para la época.
También se metió de lleno en proyectos épicos-históricos, con El santo de la espada (1970), sobre la vida del General José de San Martín; Güemes, tierra de armas (1971), acerca de Miguel Martín de Güemes; y en 1968 presentó Martín Fierro, basada en el poema de José Hernández.
El rodaje de El santo de la espada.
Descubrió a grandes artistas nacionales como Graciela Borges, Alfredo Alcón, Bárbara Mujica, Elsa Daniel, Elisa Christian Galvé y Leonardo Favio. Y trabajó con Norma Aleandro, Evangelina Salazar, Luisana Brando, Juan José Camero y Marilina Ross.
Con un estilo único que marcó el inicio del cine de autor o la ‘nouvelle vague’ local, Torre Nilsson fue el primer director argentino en el que el mundo posó sus ojos y que llevó a la producción local a festivales internacionales. Sin ir más lejos, el crítico de cine italiano Gian Luigi Rondi lo definió como el “número uno argentino” y le dedicó un capítulo de su libro El cine de los grandes maestros.
Más allá de la aprobación del público, que lo llevó a convertirse en uno de los directores más taquilleros, recibió más de una decena de premios. Y se dio el gusto de publicar tres libros: Entre sajones y el arrabal (1967), Del exilio (1973) y Jorge, el nadador (1978). El 8 de septiembre de 1978 murió a los 58 años a raíz de un cáncer de próstata, y a más de 40 años su nombre sigue siendo sinónimo de éxito, creatividad e innovación en el cine nacional.
Escrito por Belén Canonico